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Conversa
Ocampo (2015) afirma que «el enfoque de educación
inclusiva es uno de los paradigmas más importantes del
siglo XXI» (p. 18) y Unesco (2017) refuerza esto al visualizar
«las diferencias individuales no como problemas que
haya que solucionar, sino como oportunidades para
democratizar y enriquecer el aprendizaje (siendo estas,
un) catalizador para la innovación» (p. 13). En los campos
de acción como la enseñanza, quienes forman parte de
una comunidad educativa no solo deben participar con el
cumplimiento de lo que implica su espacio en la misma.
Es aprender a observar a cada uno de los participantes y
proponer posibles soluciones encaminadas a la igualdad y
la equidad. Estas propuestas son tan simples que pueden
ser imperceptibles en la vida diaria, o tan imponentes que
son motivo de noticia televisada. Aquellos elementos del
ambiente y de las personas en sí mismas, que nos hacen
iguales, pero diferentes, son los que provocan en cada
uno la generación de alternativas como oportunidades
para la equidad.
Utilizar el término inclusión en la educación, y en cualquier otra
área, implica un alto grado de compromiso personal, así como
una responsabilidad social y ética de manera permanente,
pues como afirma Ramírez (2018):
El prójimo es el próximo, el que está cerca de nosotros.
Nos identificamos con él, lo hacemos parte nuestra.
La solidaridad se vuelve identidad, y entonces somos
capaces de sentirlo dentro de nosotros, saltando barreras
y prejuicios, anulando distancias… No simplemente la
tolerancia, que es una forma pasiva de ver a los demás que
no son como nosotros, sino tratar de ser, ver, sentir como
los otros, encarnarse en ellos, trasladarnos hacia ellos.
Meternos debajo de su piel, ser nosotros en el otro (p. 6).